Cientos de personas con dificultades económicas aceptan una extraña invitación a un juego de supervivencia en juegos infantiles. Les espera un premio millonario, pero hay mucho en juego.
Su primera temporada se estrenó el 17 de septiembre. Es la historia de un grupo de personas que deciden participar en un misterioso juego de supervivencia.
Los primeros dos episodios nos introducen a la mecánica de este juego, que tiene su origen en una actividad física para niños. Luego conocemos a su personaje principal, el desdichado Seong Gi-hun (por el actor Jung-jae Lee), junto con los antecedentes de sus miserias: desempleado, adicto a las apuestas y principalmente con deudas hasta el fin de sus días, como todos quienes aceptan participar en el dichoso concurso del molusco, que más que un juego es una competencia a muerte a cambio de un generoso botín.
En esta dinámica se distingue la violencia sin censura, que proviene, entre otros, de una muñeca robótica sobredimensionada, más escalofriante que la embrujada Annabelle.
Y para ver este dramatizado, los espectadores están conscientes de los niveles de tensión y miedo que les entretiene tolerar, cabe aclarar.
Otra temática, que seguramente atrajo a más de uno a ver esta serie, es el dilema de ¿qué estamos dispuestos a hacer por dinero? ¿Vender nuestra alma? Eso literalmente ya lo ha hecho Hollywood por décadas. Acá la transacción tiene un sentido multidimensional, que depende de la visión de la audiencia.
Desde hace tiempo este tipo de producciones surcoreanas vienen seduciendo a los públicos de otros continentes, hasta llegar a Ecuador, justamente desde la plataforma de streaming Netflix. Tren a Busan (sobre una epidemia zombi en ese país asiático), El huésped (acerca de una criatura mutante que vive en un río de Seúl) y la oscarizada Parásitos son una muestra de que Corea del Sur está fabricando las nuevas historias que todos queremos ver: de individuos totalmente comunes, del montón, afrontando las situaciones más siniestras y macabras desde un arcoíris de trincheras socioeconómicas y culturales, incluso si no hay un final feliz. Y el Juego del calamar no decepciona en esta consigna en lo que va de su primera temporada.